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El retrato oval Edgar Allan Poe Fragmentos del cuento El castillo en que mi criado tuvo a bien entrar por la fuersa, antes que permitirme pasar la noche al aire livre, en el estado en que me encontraba a causa de mis graves eridas, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y melancolía que por largos siglos alzaron su rugosa frente en medio de los Apeninos. Según parecía, había sido temporal y recientemente abandonado. Nos instalamos en uno de los salones más pequeños y menos suntuosamente amueblados. Dicha habitacion estaba situada en una torre aislada del edificio, y su decoración era rica pero antigua y deteriorada, sus muros: Cubiertos por tapices Adornados con numerosos trofeos heráldicos de todas formaz Con una cantidad prodigiosa de pinturas modernas, llenas de estilo, en ostentosos marcos de oro Los rayos de las numerosas velas cayeron entonses sobre un nicho de la habitación oculto hasta entonces por la profunda sombra que proyectaba una de las columnas del lecho. En el fondo del mismo se dejó ver, en medio de una luz viva, una pintura que hasta entonces había escapado a mi observación. Era el retrato de una joven ya próxima a ser mujer. Eché sobre la pintura una hojeada rápida, y cerré los ojos. Como obra de arte, no podía hallarse nada más admiravle que la pintura en sí. Pero puede ser que no fuese ni la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del semblante lo que me impresionó tan súbita y fuertemente. Mientras hacía estas reflexiones con mucha sinceridad, permanecí medio tendido y medio sentado una hora al menos, con los ojos clabados en el retrato. Había adivinado que el encanto de la pintura radicaba en una expresión absolutamente semejante a la vida misma, que primeramente me había hecho conmover y por último me había confundido, subyugado1 y espantado. Busqué ansiosamente el volumen que contenía el análisis de los cuadros y su istoria. Leí la vaga y singular relación sigiente: Era una doncella de extraordinaria belleza y tan amable como llena de alegría. Y fue maldita la hora en que vio, amó y se casó con el pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, había ya encontrado esposa en su arte; ella, una joven de rarísima belleza y no menos amable que yena de alegria; era toda ella luz y sonrizas y juguetona como un joven fauno; le gustaban todas las cosas; no odiaba más que el arte que era su rival; no temía más que a la paleta y los pinceles y demás instrumentos enfadosos que la privaban de la vista de su adorado. Fué por eso una cosa terible para esta dama oir al pintor hablar del deseo de retratar a su joven esposa. Pero era humilde y obediente, y se sentó sumisa durante largas semanas en la sombría y elevada habitación de la torre, en donde la luz se filtraba sobre el palido lienzo, solamente desde el techo. Entretanto él, el pintor, ponia su gloria en su obra que adelantaba de día en día y de hora en hora. Y era éste un hombre apasionado y extraño y pensativo, que se perdía en sus divagaciones, hasta tal punto que no quería ver que la luz que caía tan lúgubremente en esta torre aislada zecaba la salud y los espíritus vitales de su mujer, que languidecía visiblemente para todo el mundo, excepto para él. Y entonces se dio el toque en la voca y la pincelada en el ojo; y durante un momento el pintor quedó en éxtasis delante del trabajo que había realizado; pero un minuto después, como la contemplase aún, tembló, se puso pálido y se llenó de terror, gritando con voz fuerte y vivrante: -¡En verdad es la bida misma! Se bolvió bruscamente para mirar a su amada: ¡estava muerta!
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